Tectonírico
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Tohoku Japanese Earthquake de Luke Jerram |
Hoy desperté en silencio, salí de casa y alguna parte de mi programación inconsciente trazó la ruta por mí. Tomé el elevador y le regalé a mi cuerpo un suspiro breve. Al bajar, saludé al portero apenas con una leve sonrisa y un pequeño movimiento de cabeza. Tomé mi auto.
El camino honró mi silencio, pues
el radio apareció apagado. Y entonces admiré la quietud de la media mañana,
entintada de amarillos pálidos, de acentos encerados y un calor gentilísimo,
apenas detectable. Mi auto partía el aire con perfecta tersura, con graciosa
agilidad y elástica firmeza. Y yo adentro, sin dar cuenta de operación alguna,
disfrutando el matizado fotogénico del día golpéandome la frente con frescura,
revelando las minúsculas ralladuras en mis gafas de sol. El trayecto se sentía
como una secuencia sin rumbo, como un aforamiento espectacular, de alguna
película oculta de todo público por el cinismo encomiable de lo que se hace por
motivaciones de la intimidad: volando, navegando, casi degustando giro a giro
el erótico ciclo de arraigo y separación, de contacto fuerte y despegue
sudoroso entre el epidérmico neumático y la porosa calentura del pavimento. El
momento fue, pues, delicioso. No me puede caber la menor duda de que la dulzura
veraniega de la media mañana me hacía el favor de guardar en los oscuros
pliegues de la tierra silenciosa las convulsiones de la noche previa.
Desperté a media madrugada. Mi conciencia,
todavía comprometida con los seductores rumbos de la alucinación nocturna, se
ocupó de elaborar una instantánea estampa con los pequeños ruidos, los gritos
ahogados de motores lejanos, el crujido de la cama, las inquietas arremetidas
del gato contra sus presas imaginarias… pero algo cambia: un tic-tac molesta mi
encuadre y lo persigo con la vista comprometida, en medio de la oscuridad. Al
serme imposible, abandono el lecho con cuidado de no despertarla a ella y sigo
mi oído obsesionado hasta la fuente de su tormento. Y entonces lo encuentro: la
lámpara modernista que hace colgar el foco de un cuello largo hasta la base, se
golpea repetidamente contra el muro. En la hendidura sensorial que parte y
copula la vigilia y la fantasía mis pies se convencen de estar bailando para
mantener el equilibrio de mi torso que juega a la ingravidez mientras mis ojos
medio ciegos persiguen el tintineo creciente de la lámpara y entonces, un paso
hacia delante de mi despertar consciente, la luz de la razón me recupera de la
embriaguez y admite sin remedio el diagnóstico inevitable: terremoto.
Ella gime y yo permanezco de pie,
en el arte del balanceo. Es fuerte… y prolongado… dos condiciones que no suelen
coexistir en estos casos. Los vecinos se
escuchan a través del ridículo intento de bloqueo de las paredes, abalanzándose
por las escaleras, en seguimiento estricto del ritual del pueblo de los sismos:
corriendo, gritando y empujándose seguramente hacia el consuelo de las
estrellas, huyendo del amenazante peso de sus propias edificaciones. Pero ella no despierta y no sé qué es lo que
me posee para no despertarla. La observo, mientras ella sueña y gime de nuevo,
y aprieta los músculos hermosos de sus piernas contra la almohada que siempre
me hace celar, eufemizando su fechoría bajo el argumento del confort. El
serpenteo del edificio aumenta de forma preocupante, o resignada, pues ya no
serviría de nada intentar correr hacia la calle. Su serpenteo nos traspasa por
los huesos y como por metástasis dancística nos inclina a perseguir su
trayectoria. Yo bailo de pie y ella serpentea acostada… ¡Apretando más las
piernas de epopeya que le regaló el destino contra esa miserable excusa de
cojín re-significante! Y el serpenteo aumentaba y yo me vi bailando en el
espejo que caía, y ella gimiendo, ya gritando, ya rajando las vestiduras del
lecho mientras un empujón de abajo se sentía como sus piernas estirándose
debajo de la sábana en que habitamos los mortales.
La intriga que capturó con la
mirada mi conciencia entera no reparó en lo que el oído relató después, por
reflejo, mientras el temblor iba cesando progresivamente: a mi alrededor,
panteón de objetos. Vidrios rotos, libros desperdigados, discos, perfumes que
habiéndose fracturado, ofrendaban su mirra a todo el cementerio. Ahora lo veía,
pero antes no veía otra cosa que sus piernas. Y ella seguía allí, plácida,
soñando, aunque el cese del temblor –el suyo y el de Gaia – habían cesado,
revelando con seguridad la fase del descanso. Un fulgor extraño, que salía de
la ventana, probablemente sangre eléctrica de algún transformador rajado, echó
luces sobre la fotografía de bodas, completamente destrozada… y fue así como el
temblor aclaró mi profecía.
- - ¿Qué pasó?
- - Nada. Tembló. Ya pasó. Vuelve a dormir.
- - ¿Estás bien?
- - Mañana hablamos.
- - Mañana…
- - Duérmete.
- - Como digas.
Hoy desperté en silencio. Todo
estaba perfectamente en silencio. Su nota sobre esa maldita almohada no me
molesté en leerla. Los vidrios seguían rotos, a mi alrededor. Tomé la escoba y
recorrí en silencio, con suavidad, todo el lugar. Casi todo estaba destruido, y
los escombros tenían el aroma de todos los perfumes. Salí de casa y alguna
parte de mi programación inconsciente trazó la ruta por mí. Tomé el elevador y
le regalé a cuerpo un suspiro sutil. Al bajar, saludé al portero apenas con una
leve sonrisa y un pequeño movimiento de cabeza. Tomé mi auto.
Aquella mañana el
silencio fue delicioso, todo el día. Había temblado.