martes, 21 de agosto de 2012

"Vértigo" o Antropología de la Vida























El ateísmo es, probablemente, el camino más duro para la conciencia humana. Resulta muy sugerente si, desde la antropología del cerebro, concebimos la conciencia como un desarrollo evolutivo particular y fundamental de animales superiores, y a la "conciencia humana" como el desarrollo exo-cerebral (simbólico) de la esta funcionalidad y reflexionamos un poco sobre las implicaciones y consecuencias que a nuestra vida diaria acarrea esta necesidad evolutiva. Hablaré aquí de la angustia, de la conciencia de mortalidad, y de un amigo nuevo que no tiene nombre, pero hemos querido llamar "vértigo".

Como antropólogo, en el cierre inminente de la base sólida de mi formación profesional, es necesario que me decida por una caracterización exclusiva del fenómeno humano: ¿qué es lo más propio, lo más básico del proyecto homo-sapiens? Me parece que la inclinación hacia la transformación de sus condiciones individuales, grupales y medioambientales en beneficio de un sinnúmero de "necesidades" (peticiones de bases orgánicas, psicológicas, técnicas, cognoscitivas,  etc, todas las cuales se verían reducidas a implicaciones neurológicas) mediante la utilización conciente de herramientas simbolizadas gracias a la posesión de un desarrollo neurológico sobresaliente gracias a "la vida en cultura", es decir, a la vida en un mundo "simbolizado" y por simbolizar. Así, el hombre es el único ser capaz de crear. La creación (la cual implica una tendencia a instrumentalizar el universo) es la condición diferencial del hombre. La creación implica la posesión de un aparato simbólico como herramienta de organización cognitiva y comunicación acumulativa (pero flexible y siempre cambiante) y transferible e implica, por supuesto, la conciencia.

A su imagen y semejanza, el hombre fabrica otro ser "Creador"; uno que lo gobierna todo y termina las explicaciones donde la angustia es demasiada para lograr un equilibrio mínimo en la dinámica de los sucesivos procesos de integración, desintegración y reintegración sociales. La contundencia y poder de esta necesidad ha hecho de Dios (como concepto) una entidad genuinamente inmortal, imperecedera para la enorme mayoría de la población... en efecto, para todos.

Diversos ateísmos no resuelven la cuestión, sino que la trasladan: hay quien no cree más en un Dios "personificado" y cree sólo en el poder de la "naturaleza" o las "fuerzas impersonales" que gobiernan el cosmos en armonía. He ahí Dios, con otro difraz. O hay quien, entregado a la credibilidad científica, desecha cualquier dimensión sobrenatural y pone en la estabilidad eterna de las leyes físicas la tranquilidad de su conciencia. ¿No hay ahí otro Dios? Es decir, ¿no es ése un modo más "moderno" de superar la angustia de lo inestable?

Aquí comienza a revelarse otro protagonista de nuestra elucidación: la angustia. Uno tiene, forzosamente (so pena de caer en el más lamentable de los misticismos) que preguntarse sobre el soporte neurofisiológico de la tendencia evolutiva hacia la creatividad. ¿Qué es lo que hace que el hombre necesite construir artificios (como el lenguaje) para llenar el mundo de explicaciones y eliminar la incertidumbre? Esta pregunta, podrá verse, equivale a preguntar ¿qué es lo que impulsa a un homínido a construir una herramienta y conservarla? La conciencia permite, en el género homo (por lo menos hasta donde la evidencia en enterramientos ritualizados en hombres pre-sapiens muestra) la conciencia de la propia muerte y el propio sufrimiento. La anticipación del sufrimiento (presente en animales con cierto desarrollo neurológico) es el primer motor de la conducta neurofisiológica que interpretamos como "angustia". Esto impulsó al homo-habilis conservar sus herramientas y a establecer una primera relación posesiva con el territorio: para no tener hambre o frío mañana. El hombre descubre el tiempo: los acontecimientos se suceden, no se inscriben en un dibujo estático sostenido en la lógica de la imagen "impresionista", sino que proceden: aunque muchos patrones se repiten, las cosas cambian. Aunque el arbusto con moras nutritivas presumiblemente seguirá ahí mañana, no estará de nuevo lleno de moras si hoy me las comí todas.
Esto se desarrolló más adelante, cuando el hombre descubre que no existe por siempre; descubre el tiempo y los acontecimientos relacionados con el dolor y el desgaste "se llevan" individuos PARA SIEMPRE. El hombre es, entonces, mortal. Apela a otro mundo: un mundo sobre-natural que viola convenientemente las conclusiones de su observación y en el que la vida, de algún modo, continúa. Pues es impensable, insoportable, que todo acabe allí. Es aún más inconcebible que el recolectar frutos y el sufrimiento de la vida tengan el objeto de "recolectar frutos y después morir". La inmanente mortalidad absoluta es insufrible para la conciencia, porque está evolutivamente inclinada a resolver problemas, a llenar huecos. La angustia del hombre es la fuerza de su evolución. Lo hace moverse y transformarlo todo, hasta la realidad y su interpretación.

La vida no puede ser el sentido de la vida... ¿o sí? ¿Qué pasa si aceptamos esta inmanencia y nos comportamos según la evolución nos lo indica y seguimos la senda oscura que nos abre? Quiero decir: si la angustia nos hace convertir todo en herramienta para superar esa angustia, ¿por qué no convertir a la propia angustia en herramienta? Eso sería... humano. Humanísimo. Hacer de la angustia una herramienta, nos permite vencerla. Integrar al sufrimiento al mundo de lo que tranquilamente "conocemos" y así "dominamos" es seguir el mismo camino que hemos recorrido desde hace un millón de años y llevarlo a sus máximas expresiones. ¿No dijo el budismo que al comprender que la vida es sufrimiento se alcanza la "iluminación", la "superación de la vida" y con ello, la del sufrimiento?

¿Por qué estoy escribiendo todo esto?
Bueno, porque no creo en Dios. Dios está un paso antes de esta otra utopía. Dios es muy terco, muy simplón, demasiado buena onda para coincidir con un mundo sumido en la desgracia. No hay Dios. Esto no es un plan y no estoy destinado a absolutamente nada. Mi futuro es una invención de mi tendencia natural a poblar la experiencia con mis deseos e intenciones. Mi futuro es mío. Y eso significa que no es mío, porque yo no soy mío. Soy un nudo de relaciones: y eso es una metáfora geométrica para no volverme absolutamente loco. Pero... el teatro me ha enseñado, con su sabiduría, el poder de creer en la ficción. ¿Quién puede negarme ahora que el teatro es una de las expresiones más humanas que existen, si he demostrado cómo es una extensión del mismo principio, donde la realidad es también una herramienta para nuestros fines?
No creo en Dios. Pero puedo darme un "sí mágico", para mí. Una subjuntividad consabidamente ficticia y por ello humana. La racionalidad me ha llevado a concluir que voy a morir, que no sé cuándo pasará eso, que no podré hacer todo lo que he deseado, no importa cuánto me lo proponga, y que no alcanzaré jamás la paz absoluta, porque soy homo sapiens sapiens y éste no es el jardín del Edén. Y a mis 24 años, mediante un buen entrenamiento de mi hemisferio cerebral izquierdo y una neurosis obsesiva que me hacen relativamente "lúcido"  para mi etapa vital, me contemplo a mí mismo, mortal. Soy finito. El tiempo pasa y no seré eterno. Tengo una sola vida, porque no encuentro forma de creer en la reencarnación y en esta única vida, en este número indefinido e incalculable de años, o meses... (o segundos) que me quedan tengo que hacer todo lo que voy a hacer "YO", por toda la eternidad, en toda la historia humana y natural.

¡Qué cositas para pensar un jueves por la mañana! Too much... Pero... ¿sabes qué? No suena tan mal. No, de verdad. Viéndolo en retrospectiva, ¿no prefieres saber que son tus padres los que tanto se esforzaron para darte ese juguete costoso en Navidad y no fue una entidad sobrenatural (Santa Claus) un perfecto extraño, que le da regalos a todos y bajo la condición de someterse a un conjunto de reglas de conducta social? ¿Es en serio tan sombrío pensar que cuando un bebé se forma es resultado de una fascinante complejidad evolutiva que permite un desarrollo tan impresionante en tan poco tiempo desde una célula hasta un ser capaz de construir una computadora o una estación espacial? ¿Es tan malo y triste que no lo haya hecho un Dios mágico, tronando los dedos, para jugar con él después como soldadito de plomo? 

Personalmente, la inmanencia me ha brindado mieles más... no, definitivamente no diría que más "dulces": diría más bien que serían miles más aromáticas, más profundas. Mieles que no te hablan de un carrousel sino de tu primer beso. Mieles que saben a mujer que me abraza con brazos y piernas mientras llora de felicidad. Me siento más adulto,  más fuerte frente a la simplicidad de las cosas: sólo tengo una vida. Una sola. ¿Dejaré que se me vaya cuando no tengo la promesa de la vida eterna? ¿Dejaré que el miedo (la angustia) me domine en la inmovilidad cuando sé que de nada me va a servir sobrevivir? ¿Dejaré que el remordimiento me prive de la pasión cuando sé que "obrar según..." no me recompensará jamás y no he de perdurar por ello? No. Haré de la angustia una amiga, siempre presente. Le haré el amor y la dominaré en el acto, para convertirla en cómplice... Y le cambiaré el nombre: le llamaré "emoción" o "excitación", o "espectación". La vestiré con las ropas de esa sensación que siento cuando estoy a punto de salir a escena, convencido de un mundo completamente incierto y feliz de ser parte de algo que se mueve, sin que pueda detenerlo el hastío de lo predecible, como quien, a la orilla del precipicio cae en cuenta, por oposición al impulso de arrojarse, del placer que ha tomado de la vida. Le llamaré "Vértigo", y lo convertiré en mi amuleto.

Tengo que arrojarme al vacío, a lo desconocido, enfrentarlo con todas mis armas, porque no hay de otra...NO HAY DE OTRA: no hay un mañana eterno; hasta ahora caigo en cuenta de la simple cientificidad de aquella frase de que "there's no day but today". Me lanzo, porque soy un hombre, porque no hay otra vida, porque recuerdo que he llorado de felicidad, que he comida maravillas, que le he hecho el amor a la belleza máxima del mundo y que he sido. He sido y tengo la magnífica fortuna de seguir siendo. Por un tiempo. Una vida.

Y nada de esto es extraño a lo que mis ancestros hicieron, hace tanto, cuando el día clareaba y salían de las cavernas a enfrentarse con palos y piedras y heróica bravura a un mundo siempre nuevo.

Este es un tributo que rindo a mi entrañable escuela, la ENAH
a la antropología y su agridulce camino, 
a mi amada Brenda y su orgánica sabiduría
y al Hombre...