martes, 22 de septiembre de 2009

Mescalina


"Estaba en viaje sin rumbo, hasta que te vi..."

Fue lo primero que le escuché decir, mirando a la ventana, al vacío, perdido como siempre en el delirio que había hecho rendirse a tantos colegas. Pero alguien tenía que admitir que había algo fascinante en este individuo que, lejos de sus lapsos perdidos, parecía siempre satisfecho. En mi misión se apareció un preciado objeto:

- Éste es su diario - me dijo la enfermera. Lo escribió antes de... tomárselo.

Como todo hombre ocupado, supe hallar pretextos para distraerme del peligro entrópico que impregna a las obsesiones y pasaron varios días durante los cuales la cubierta seductora de ese cuaderno mullido supo resplandecer sobre mi escritorio. Hasta que un día el teléfono dejó de sonar, y sucumbí...

"Hube caminado tanto, tanto. Hasta que alguien se atrevió a pronunciar el umbral de tu morada: jículi, jículi. La Rosita de luces. Caminé sobre el paraje abandonado, el que parece abuelo de todos los desiertos, allá pasando El Real... y Él me llamó, de entre las rocas. Fui el primero en encontrar su mundo. Y después del treceavo gajo de sus carnes sapientísimas, el camino de las luces se iluminó y me abrió paso a otro viaje, donde nacen las preguntas y se funden las paredes hasta que el vacío no es nada."

Desde las primeras líneas presentí que se trataba de algo distinto. ¿Distinto para quién? Un caso más de transtorno por sobredosificación no es realmente nada que haya podido convencer a los demás de quedarse en el caso. Dicen que en el diagnóstico hay más de uno mismo que del paciente.

Aunque es una técnica más o menos heterodoxa, a nadie le importaba ya. Es como si su "madurez" lo hubiera separado del estado infantil de la mayoría de sus compañeros, haciendo de él alguien "no necesitado" de las recurrentes atenciones. Él lavaba sus dientes, comía, y se hacía cargo de sus inmundicias de forma limpia, eficaz... diría yo que automática. Y una vez concluídas sus labores, volvía a la ventana, o al techo, o a uno de esos espacios donde se dedicaba fundamentalmente a musitar... y a sonreír. Así que decidí leerle algunos pasajes de su propia pluma:

"La primera vez que te vi estabas cosechando crepúsculos en tu canasto. La lluvia de calor recién había cesado y estabas empapada en las manos de tus fantasías. Y entonces supe absolutamente todo de ti. La iluminación de que mi estado me dotaba me permitió ver todos tus rincones, y me regaló el poder, que sólo se tiene en sueños, de contar la vida en el orden deseado. Decidí saltar los días de humor e hipocresía, en los que hubiera tenido que fingir largamente que mi cuerpo no estuvo desde el principio absolutamente inclinado a devorarte. Decidí saltar esos días y llegar al momento dulce entre tus piernas en que escuché tus palabras convencidas. Me enamoré sin remedio de tu voz de colores, de tus ojos de voz, de todos tus rincones, en ese mundo extraño del jículi embustero. Recuerdo nuestra vida juntos, ésa donde vivimos a pesar del tiempo."

No sería exacto decir que en esa ocasión se percató de mi presencia. Pero puedo pensar que se percató de mi existencia. No fue mi voz sino mis palabras las que le provocaron mirarme y sonreír por un breve instante. Ese instante significó un momento de éxtasis, la desembocadura de mi fijación obsesiva por el misterio de este hombre feliz.

Ya estaba dormida cuando llegué a casa. La miré, libro en mano, y al recostarme besé su espalda. Tuve una terrible necesidad de despertarla. Una extraña inquietud dentro de mí no se callaba, pero no decía nada, sólo gritos en la oscuridad. Y por respeto a su sueño, guardé silencio y dormí.

Los días que siguieron me ocuparon nuevamente, dándole respiros a mi tendencia a ser coherente. Sin embargo, el tamborileo mudo del librito inconcluso, y el número de su habitación en mis paseos por el pasillo impidiéronme salir del enredo. No sé cómo habré estado hablando en la hora de la comida mientras todos me miraban atónitos. No sé bien qué dije, pero todos me aconsejaron tomar vacaciones. Por supuesto, sólo reí a carcajadas.

"En cualquiera de esos instantes, vi una lágrima de mercurio verde y negro corriendo por tus mejillas. Era adiós que me decías, cuando el suelo comenzó a hacerse sólido y las sábanas de luz recobraron su aspereza. Me hallaba otra vez en el suelo del desierto. Diez horas, todos me decían. Que diez horas, todos insistieron. En diez horas, yo les digo, no se ama. Para diez horas no se sufre, no se peca, no se respira. Por diez horas no se deja al olvido lo que por primera vez, y en otro mundo, se sintió cierto. Si no es verdad el color de tu sonrisa, no es verdad el tiempo. Si no es real el sudor de tus cobijas, no es real la arena del desierto. Si no es cierto el calor entre tus piernas, diré simplemente que yo no soy cierto."

Casi callé. Casi callé cuando miré que él lloraba. Casi callé, pero no pude, porque estoy empezando a convencerme de que de algún modo es mi misión imprescindible terminar la lectura. Y lo que casi me hizo callar no fue algún resto de mi compasión humana que suele uno aprender a mitigar en la escuela de medicina, sino la constatación de que lloraba de alegría. Lloraba como quien ve las fotos de la infancia o las de la feliz boda de su hija. Y entonces, después de mirarme por segunda vez... tocó mi hombro.

Llegando a casa, sólo encontré la nota. Sabía que algo andaba mal desde hace tiempo. El calor del otro lado de la cama era omiso. Ya no estaban ni su ropa, ni sus cosas, ni su olor, sólo la nota. Y toda esa noche la pasé a la mitad. Roto, menguado. A la mitad. La pasé despierto, con temor de abrir las páginas de nuevo. Temor a leer las razones profundas de un hombre que superó al orden de las cosas para ser feliz, y pasar día y noche satisfecho, mirando al vacío donde él ve un mundo. Pero el temor se volvió absurdo a las tres de la madrugada. Y volví al otro día con un saco de preguntas.

"No sé cómo explicarlo, pero hay un "allí" donde te encuentro. No sé cómo describirlo, porque las palabras de este mundo no sirven para hablar la lengua de tu cuerpo y de nuestra cabaña hecha de plumas y de crepúsculos tejidos. He de embarcarme en la terrible travesía por hallarte, porque ahora empiezo a recordar que no entender nada es la condición sincera de la vida. Nunca entendí realmente nada de este mundo. ¿Por qué debo entender a "dónde" es exactamente que te iré a encontrar? Si lo único que se ha sentido cercano a la comprensión, es el beso que dejé tatuado en su vientre con luces y cintilaciones rebosantes de color. Que esta pócima sea el remedio, para volver a tu cuerpo complacido, para que este tiempo que he estado sin ti sea, a todas luces y bajo cualquier lógica, el momentáneo delirio de un segundo. Me embarco a tu reencuentro, al viaje del despertar profundo."


Trataron de sacarme de su habitación cuando mis gritos inquisitivos se oyeron en todo el piso. Pero atranqué la puerta, y supe defender los pocos minutos que tenía para encontrar sentido. Lo miré suplicante, y lo tomé de los hombros, gritando ya sin palabras los gemidos desesperados del chimpancé o del niño que tiene en su cerebro el irrenunciable impulso de salir para encontrar en un universo extraño el mismo calor oscuro del vientre maternal. Y antes de que lograran amordazarme, antes de que me trajeran aquí para encerrarme, logré hallar la fórmula que concedía todos mis deseos cuando el arrojo triunfante de mi espíritu enloquecido me permitió tomarla en serio:

- Es hora- me dijo. Ten un frasco. Vámonos.


Fragmento de Un libro que nunca fue

de Víctor Kraskatollin



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