sábado, 18 de abril de 2009

Oasis


En realidad, ahora ya no tiene mayor importancia, supongo. Sabes, yo sólo quisiera que me entendieras. Si te lo conté es para compartirte este pedazo de mi vida, como te he dado de corazón el resto.

No creo que tú puedas entender lo que es la necesidad, la terrible, la desértica necesidad. El hambre de la viuda, de la mujer que está sola, y la soledad de la madre que ha perdido a su hijo - aún lactante - en la tormenta de arena. ¿Puedes intentar siquiera comprender que tenía que llenar el vacío que me dejó aquella ventisca infernal, aquel vacío de aquél que me vaciaba? Fue hace tanto...

Viéndome sola, vacía de vaciamiento, como estaba en aquella lucha terrible, llegué con aquella muchacha a un muro en ruinas, donde había un poco de sombra en medio del océano de dunas ardientes. Ella no había podido dormir y no me había dejado, gritando por su esposo muerto, y por eso no pudimos seguir mi consejo de caminar de noche, dormir de día. Así que tuvimos que dormir en la noche porque nos vencía la fatiga, y ahora nos enfrentábamos a la crueldad terrible del sol sobre la arena.

Yo no había tenido tiempo de llorarle a mi pedazo, así que me entregué al llanto...Caían mis lágrimas a ríos, a borbotones, caían zurcando mis mejillas, mi cuello, mi pecho...Mis lágrimas eran un oasis bajo la sombra de aquel muro, y entonces la mujer soltó a llorar también, pero sin lágrimas. Se enfureció - no sé cómo lo sé, porque nunca me dijo ni una sola palabra - de que no tenía lágrimas, y dejó de llorar. Al percatarse de que yo seguía llorando, se acercó a mí. Sentí que mi cuerpo estaba flotando en el umbral fatal, y estaba demasiado cansada y desdichada, alucinada por la ascética insolación, que no acerté a reaccionar de ningún modo. Sólo seguí llorando, mientras la lengua de aquella mujer recorría mi pecho, mi cuello, mis mejillas... Recorrió con su lengua y con sus labios los zurcos preciosos que me iban tatuando en aquel momento absurdo, de ensueño, de locura, de un mundo y un tiempo difíciles de creer, y de separar de la imaginación.

Fue entonces, cuando mi cuerpo encontró la forma mecánica, inmediata, automática de vencer ese vacío que lo aquejaba. Reaccionó dentro de mí el impulso inevitable de llevar sus labios a mis pezones para saciar su sed y su hambre con el líquido precioso que manaba todavía por aquél que se había ido en la tormenta de arena, aquél que vaciaba con su hambre los odres de mis pechos, aquél que era su natural devoto. Y aquella mujer bebió con espontánea intensidad el líquido precioso y así realizó un frágil milagro al conectar lo que en cualquier tiempo de plena realidad hubiera estado completamente separado. El desierto nos regaló aquella vez una posibilidad perdida.

Cuando ella se hubo saciado, otra saciedad más poderosa se hizo presente en los temblores de mi cuerpo, de vientre y de mis piernas donde mi oasis continuaba emanando. Ese placer esquisito nos completó, y nos dio por primera vez en la jornada un momento de descanso verdadero.

Se recostó en mi regazo, y a la mañana siguiente nos halló la caravana.

Creo que existen buenas razones para el placer.


Fragmento de Un libro que nunca fue
de Víctor Kraskatollin

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